miércoles, 14 de mayo de 2014

Tres de Napo y un moscato

    El gato tricolor duerme su siesta sin horas en la silla de enfrente. De tanto en tanto, despierta bruscamente, alertado por algún ruido extraño, o por una frenada sin filtro de alguno de los tantos colectivos que pasan por Cabildo. A su ritmo, lento, lame sus patas y, en su idioma, pide una pizca de atención. Entonces, la señora rolliza de la mesa contigua al baño, le arroja un pedazo de pizza: “mish, mish”. Pero el gato, muy sabio, ignora el gesto y mira hacia otro lado, dejando en claro que su reclamo es más profundo que la ofrenda culinaria. Resignada, la señora vuelve a su plato, a su mesa, a su pizza y su moscato; a su pesada existencia, atada a la soledad de su silla, recostada sobre la pared azulejada de la pizzería Burgio.

    En la barra, pegada a la puerta de entrada, alguien pide un sifón y apura un Vasco Viejo rebelde: la Muzza y la Fainá en un cuadro prolijo; y el vino maldito que lustra ese lienzo. El gato ahora va y viene y festeja el silencio del salón vacío, tránsito obligado hacia el baño del fondo, templo sagrado para reparar las urgencias del que atraviesa el cemento en apuros.

    Frente a la quietud del salón, la barra es ritmo y vértigo: hombres de carácter, piel curtida, de trajes raídos y portafolio negro, se abalanzan con frenesí sobre sus porciones de pizza. Y quien come aquí, en este bodegón con mayúsculas, riega el asunto con un vino o cerveza, sin pretensiones. El día fue largo y el viaje de vuelta a casa exige una parada obligada para reponer fuerzas. 

    En la tele, el fútbol y el grito de gol de tanto macho de gustos simples; afuera Belgrano y sus chicas con glamour, sus tiendas de ropa cool y tanto nuevo rico de piso con amenities y colegio bilingue con cuota en dólares.Aquí la Muzza se pega a la pizzera y el aceite inunda los platos. La señora rolliza pide otro moscato y las tres porciones de Napo ya son historia. Un mozo canoso y de gruesos bigotes, bien presto, le acerca la cuenta y levanta su plato silbando un tango imposible.

    "Horacio, no llego a la carnicería. El dentista me atrasó el turno una hora y vuelvo a las nueve. Comprá un kilo de Nalga para Milanesas", vocifera al celular una doña que entró a Burgio para ir al baño. Otra grande de Muzza sale del horno, el 9 de Olimpo se pierde un gol increíble solo frente al arco vacío; Cabildo se enciende a esta hora, el gato ya duerme y el Moscato caliente exige otro hielo.

jueves, 1 de mayo de 2014

Vasos de vino caliente

    A esa hora de la tarde, un feriado del 1 de mayo, el sol se cuela por las hendijas oxidadas de la ventana y pega de lleno en la mesa del bar. El hielo se derrite rápido y el vino se vuelve más áspero en La recova del Abasto. Los machos allí apostados, en las mesas derruidas con sillas desvencijadas, toman tinto barato con soda, para exorcizarlo y juegan a las cartas. La vida trascurre a otro ritmo en estos antros decadentes, la existencia no somete a prueba al espíritu; todo se dirime en la superficie. Una televisión chimentera de fondo, la intelectualidad como un concepto rancio, venido de otro mundo.

    Aquí no hay reviente, ni muchachos que veneren dogmáticamente al líder. El vino es vino con mayúsculas y la hombría, un asunto gregario, rústico, a veces monotemático. Ese es el dogma: el mundo no se arregla, se describe; la mujer siempre presente en charlas, miradas, recuerdos y llantos.

    "Vos sos San Martín y yo el Sargento Cabral. Ojo que si yo me corro, te pueden matar", alardea un sesentón canoso con la voz jaqueada por el pucho. "Perón puso un millón en la plaza y después dilapidó tamaño poder", arremete un taxista con voz enérgica. "Haceme caso a mi que yo soy viejo. Yo estuve allí", replicó el sesentón golpeando la mesa y dando por terminado el duelo verbal. Hace 40 años, el ya anciano General echaba a los jóvenes imberbes de la plaza.

    Hay pósters variopintos colgados de las paredes, un pizarrón borroneado sin menú a la vista; la fórmica de las mesas carcomidas raspan fiero al tacto. Al mediodía hubo locro y el aroma todavía sobrevuela el ambiente. Un peruano con la camiseta que Batistuta usó en la Roma, lleva y trae copas a los parroquianos sedientos, que ya a esa hora están de regalo. Un travesti rubio con medio cuerpo al aire se acerca a una mesa y pide fuego, mientras en una de las paredes, un bailarín de tango se abalanza sobre un cantante romántico latino en un par de carteles que amenazan con caerse sobre una mesa.

   De tanto en tanto, alguien se levanta y va al baño o a la vereda a fumar. De repente se arma una tertulia en la puerta y todos fuman y discuten sobre algún misterio del mundo. El barrio siestea tranquilo en feriado y la calma se altera por el acelere de algún 24 que dobla por Jean Jaurés.

    "Marlon Brando creyó tenerlo todo y los hijos se le suicidaron. Al final, no tenía nada", reflexiona el sesentón. A la noche hay fiesta criolla, anuncia un cartel raído. Una mujer enérgica, algo afónica, resulta ser la cocinera y se levanta de una mesa para ir a pelar cebollas. La olla está lista para otro guiso.