Desde la recova, el sol tibio del invierno
se cuela por las arcadas y aterriza mansamente sobre las mesas contiguas al
ventanal de la entrada. Frente a este festival lumínico, la barra infinita
exhibe orgullosa su lustre, y el mármol de las mesas y las sillas tapizadas en
cuero, todo en tonalidades marrones y ocres, plantan bandera y sobrias, parecen
desafiar el desfile multicolor que acontece puertas afuera del bar Gildo, sobre
la avenida Pueyrredón. Son casi las seis de la tarde y el pulso de Plaza Miserere
a esa hora es frenético: todos vuelven a casa tras otra jornada de trabajo y la
marea humana que abarrota las calles, semeja un tsunami que arrasa sin tregua
esta porción del popular barrio de Once.
Adentro del
bar, el ritmo es otro, más lento; se transita a menor velocidad. Desde la
barra, un comensal reclama aceite para estetizar la porción de muzza. “¿De
oliva o maíz?”, pregunta inocente el mozo de bigotes prolijos. “Cualquiera”,
cierra terminante el primero, con su imponente humanidad derrumbada sobre el
plato, concentrado en una aceituna juguetona que amenaza con un salto olímpico
hacia el vaso de vino. A unos metros, apoyado sobre el ventanal que da a la
calle, un hombre bajo de aspecto huidizo, con rasgos de roedor, mira hacia el
exterior y ríe con gracia mientras todos se alborotan porque un punga logró su
objetivo. “Éste fuma abajo del agua. Es rapidísimo. Hay que pegarle con un
garrote para frenarlo”, reflexiona oportuno. Desde la tele clavada en Crónica
TV, un padre se encadena y reclama justicia por su hijo asesinado a la salida
de un boliche en Quilmes.
El semáforo
corta sobre Rivadavia y entonces se produce un embudo humano sobre la vereda de
Pueyrredón. Todo se vende allí afuera: desde bolsitas de palo santo y
accesorios de todo tipo, hasta las más variadas prendas de vestir. Una
vendedora enfundada en unas calzas animal print raídas, intenta convencer a una
doña algo sorda sobre la excelente calidad de una zapatilla de cinco enchufes
que vende a treinta pesos. Una madre joven con un bebé colgando y otros dos
niños que hacen travesuras unos metros más adelante, compra buzos baratos de
imitación para ir a los cumpleaños.
Dentro del
Gildo, un mozo entrecano de gruesos anteojos se descostilla de risa porque
ahora, en Crónica TV, una placa roja asegura que una encuesta norteamericana
afirma que Darth Vader es más popular que cualquier candidato a presidente. En
la misma escena, un petiso vestido con jogging y campera militar entra
raudamente y se apalanca en la barra, frente al televisor; pide un tinto con
soda y escucha los resultados de la quiniela. Salió el 51 y un mozo lo
chicanea: “se te dio vuelta, Tato”. “Sí, jugué al 15”, reconoce cabizbajo. Azar
e inteligencia, suerte y estrategia, en la barra del Gildo, el juego muestra su
doble vertiente: mientras Tato acumula bronca porque no salió ningún número de
los que jugó, a un par de metros, el cliente de la aceituna saltarina saca un
libro de ajedrez de su bolso y se dispone a estudiar jugadas; su vaso de vino
ahora es tinto, de la aceituna sólo queda el carozo mordisqueado.
Sobre el filo
de la tarde, el ritmo va mermando, el vértigo del día deja kilos de residuos
para el mapa de espectros que se traza con las primeras sombras. El afuera se
ve ocre desde el interior del Gildo; la plaza guarda sus colores hasta mañana.
Dentro del bar, relucientes como nunca, las copas encienden sus brillos galanes
mientras la noche empieza a vestirse y se perfuma.