miércoles, 13 de agosto de 2014

Eleven

Desde la recova, el sol tibio del invierno se cuela por las arcadas y aterriza mansamente sobre las mesas contiguas al ventanal de la entrada. Frente a este festival lumínico, la barra infinita exhibe orgullosa su lustre, y el mármol de las mesas y las sillas tapizadas en cuero, todo en tonalidades marrones y ocres, plantan bandera y sobrias, parecen desafiar el desfile multicolor que acontece puertas afuera del bar Gildo, sobre la avenida Pueyrredón. Son casi las seis de la tarde y el pulso de Plaza Miserere a esa hora es frenético: todos vuelven a casa tras otra jornada de trabajo y la marea humana que abarrota las calles, semeja un tsunami que arrasa sin tregua esta porción del popular barrio de Once.

Adentro del bar, el ritmo es otro, más lento; se transita a menor velocidad. Desde la barra, un comensal reclama aceite para estetizar la porción de muzza. “¿De oliva o maíz?”, pregunta inocente el mozo de bigotes prolijos. “Cualquiera”, cierra terminante el primero, con su imponente humanidad derrumbada sobre el plato, concentrado en una aceituna juguetona que amenaza con un salto olímpico hacia el vaso de vino. A unos metros, apoyado sobre el ventanal que da a la calle, un hombre bajo de aspecto huidizo, con rasgos de roedor, mira hacia el exterior y ríe con gracia mientras todos se alborotan porque un punga logró su objetivo. “Éste fuma abajo del agua. Es rapidísimo. Hay que pegarle con un garrote para frenarlo”, reflexiona oportuno. Desde la tele clavada en Crónica TV, un padre se encadena y reclama justicia por su hijo asesinado a la salida de un boliche en Quilmes.

El semáforo corta sobre Rivadavia y entonces se produce un embudo humano sobre la vereda de Pueyrredón. Todo se vende allí afuera: desde bolsitas de palo santo y accesorios de todo tipo, hasta las más variadas prendas de vestir. Una vendedora enfundada en unas calzas animal print raídas, intenta convencer a una doña algo sorda sobre la excelente calidad de una zapatilla de cinco enchufes que vende a treinta pesos. Una madre joven con un bebé colgando y otros dos niños que hacen travesuras unos metros más adelante, compra buzos baratos de imitación para ir a los cumpleaños.

Dentro del Gildo, un mozo entrecano de gruesos anteojos se descostilla de risa porque ahora, en Crónica TV, una placa roja asegura que una encuesta norteamericana afirma que Darth Vader es más popular que cualquier candidato a presidente. En la misma escena, un petiso vestido con jogging y campera militar entra raudamente y se apalanca en la barra, frente al televisor; pide un tinto con soda y escucha los resultados de la quiniela. Salió el 51 y un mozo lo chicanea: “se te dio vuelta, Tato”. “Sí, jugué al 15”, reconoce cabizbajo. Azar e inteligencia, suerte y estrategia, en la barra del Gildo, el juego muestra su doble vertiente: mientras Tato acumula bronca porque no salió ningún número de los que jugó, a un par de metros, el cliente de la aceituna saltarina saca un libro de ajedrez de su bolso y se dispone a estudiar jugadas; su vaso de vino ahora es tinto, de la aceituna sólo queda el carozo mordisqueado.

Sobre el filo de la tarde, el ritmo va mermando, el vértigo del día deja kilos de residuos para el mapa de espectros que se traza con las primeras sombras. El afuera se ve ocre desde el interior del Gildo; la plaza guarda sus colores hasta mañana. Dentro del bar, relucientes como nunca, las copas encienden sus brillos galanes mientras la noche empieza a vestirse y se perfuma.