Tumbado sobre la mesa, la
botella de cerveza casi vacía, los ruegos de la princesita Karina desde la
fonola al mango, parecen no afectarlo, lo mismo que la bocina infinita del San
Martín llegando a la estación Chacarita. El hombre yace desmayado, el vacipán a medio terminar y un ejército
de moscas inquietas posándose a piacere
sobre cualquier espacio de superficie ociosa de esa zona liberada.
Para el resto de los parroquianos de la parrillita “La Mejor”,
la escena forma parte del paisaje habitual. Por eso, el caído no molesta y se
lo deja dormir su sueño en paz, aunque el silencio a esa hora, un mediodía de
sábado sobre la bulliciosa avenida Corrientes, al lado de la vía, pudiera
parecer una quimera.
Cada semana llegan a este reducto decenas de cuerpos fisurados de una agotadora
jornada de trabajos pesados, que acaban noqueados sobre las mesas, quebrados
por ese cóctel letal, producto del cansancio y ríos de cerveza que anestesian
una vida atravesada por el esfuerzo supremo. Sobre el mostrador, la vorágine: un espacio sitiado por
salsas variopintas y platos sucios que se acumulan, suerte de barrera que
contiene las demandas de seres de aspecto espectral que reclaman por sus choripanes,
vacipanes, sánguches de bondiola, cervezas
y vasos de vino barato. Tras el muro, la antesala del infierno: una enorme
parrilla poblada por múltiples cortes de carne asándose sobre un fuego perenne, alimentada con enormes carbones ardientes, capaces de derretir un bloque de hielo en cuestión de segundos.
Acodado sobre una mesa que comparte con otros secuaces,
Raúl, un morocho corpulento enfundado en
una campera del Milan, rostro curtido por tanto laburo al sol, se despereza de
su modorra pos-almuerzo y con su vozarrón de feria, invita a la muchachada a
brindar: “un brindis por la amistad”, vocifera ronco. Todos acompañan en la mesa,
y en las contiguas, alzando el vaso. Un salud etílico sobrevuela el boliche y
los caídos miran de refilón, partícipes mudos de un festejo lejano.
Alguien se acerca a la fonola y pone un tema de Leo
Mattioli. Un borracho llora su pena y se abraza al vaso de vino con fuerza; le
habla cual amante perversa y le implora el regreso. Un militante del amor se
levanta y ensaya un paso de baile con su pareja imaginaria, mientras se queda
afónico cantando el estribillo que entona con genuino sentimiento el cumbiero
romántico, “Llorarás más de diez veces por amor, romperán más de diez veces tu corazón”.
Sobre el cenit de la tarde, el fuego de la parrilla ya
extinguido marca el epílogo. El San Martín se carga a varios parroquianos que
escupirá en el oeste, allá lejos de la General Paz. Otro grupete emprende la
retirada hasta la estación Lacroze, cargando sus bolsos raídos, con marcas de
dudosa procedencia. Los caídos despiertan de a poco de sus sueños ya sin
espuma. A esa hora, Corrientes adquiere otra fisonomía y la fauna que transita
cambia de piel: hay olor a perfume de imitación y los vasos plásticos rebalsan
de Fernet. La feria del parque Los Andes levanta sus puestos; los chabones y
minitas copan la escena vestidos con sus galas rumbo al baile, enllantados ellos, coloridas ellas,
enfundadas en vestidos sugestivos que dejan asomar sus encantos.