Me encanta recorrer
supermercados chinos y perderme entre las góndolas para comparar los precios de
los vinos y ver cual tienen en oferta. Como acá en Buenos Aires hay casi uno
por cuadra, me divierto entrando a uno y otro para hacer este estudio de
mercado que es una especie de pasatiempo para mí. También miro otros productos,
no solo vinos, me gusta ir a la fiambrería y leer la lista de precios de los
embutidos y preguntarme cuán difícil debe ser para ellos nuestro alfabeto, al
tiempo que en la lista leo jamón grudo,
pastón, lomitón. Puede que sea problema de tipeo también, por qué no; pero
tantos errores juntos me suena a otra cosa.
Cuando encuentro un Sant
Felicien en oferta, recuerdo aquel mito urbano que sostiene que los chinos
compran los vinos a piratas del asfalto. Y ahí está el riesgo, concluyo: vino
de contrabando, barato y con riesgo de estar picado, combinación segura.
Mientras camino entre góndolas repletas de productos desordenados, me río de
los carteles que dicen que los vinos no tienen cambio una vez abiertos. Y
entonces pienso en la bronca y las puteadas de alguien que arruina un asado
porque el Don Valentín estaba rancio; o una cena romántica con un Rutini
avinagrado. A mí me pasó un par de veces eso de comprar un vino bueno, barato y
que esté picado; pero la estadística debe ser alta, por eso los chinos se
atajan de antemano.
Los nombres que les ponen
sus dueños a estos comercios también me despiertan curiosidad; vaya uno a saber
por qué elijen esos nombres. A la vuelta de casa hay uno que se llama Amigo; por supuesto para nosotros, su
dueño se llama Amigo. Ahora hace dos meses que no está porque se fue a China a
ver a sus padres. Cuando vamos con mi sobrina, Amigo la saluda cariñosamente y
ella le responde con una sonrisa, “Hola amigo”. Otros supermercados tienen
nombres curiosos, algunos en castellano, otros en inglés: Amor, Amistad, For you, Nuevos rumbos; Mi tierra. Sobre avenida
Chorroarín, cerca de Los Incas, hay uno que me impresionó, se llama Terrícola. Cada vez que paso por la
puerta, su fondo se ve muy oscuro. Lo atienden dos orientales lánguidos, como
salidos de un mundo extraño. La última vez que iba a pasar por la puerta, me
crucé de vereda. Había una época en que iba seguido al que está frente a la
casa de mamá porque tenía en precio el vino Fabre & Montmayour que es uno
de mis preferidos. Ese no tiene nombre.
Otra cosa que me llama la
atención son los distintos humores de los comerciantes: los hay amables,
simpáticos, que se ponen a conversar en perfecto castellano; los hay hoscos,
parcos, que te dan el vuelto después de rascarse la oreja con la uña larga del
dedo meñique. Supongo que esta diferencia en los caracteres tiene que ver con
su procedencia, no sé, es una conjetura. China tienen más de 9 millones de
kilómetros, más de tres veces la Argentina y entre un chino del Himalaya y un
cantonés hay un abismo; mucho más que entre un cordobés que cuenta chistes y un
porteño de la city malhumorado porque bajan las acciones. El otro asunto es que
sean verdaderamente de China, porque para nosotros, todos los orientales, sean
vietnamitas o Coreanos, son chinos.
Cada vez que voy a comprar
algo a lo de Amigo, en la puerta hay una tele prendida, sin volumen con algún
programa infantil que mira sonriente el hijo más chico (Amigo tiene dos niños).
Otras veces, con las primeras sombras de la noche, suena a todo volumen música
pop china. Es ahí cuando los travestis que viven en el hotel de enfrente, sobre
Aráoz, salen a hacer sus compras: algo rápido para cenar, algún vino o cerveza
o algo más fuerte para entonar antes de salir de gira. Amigo saca a relucir su
picardía porteña recién adquirida y los chicanea: “te pusiste mucho perfume,
los vas a ahogar a los muchachos”. Entonces Yenny, una de las más veteranas le
dice sin pelos en la lengua “callate, vos lo decís de celoso”. Amigo le da el
vuelto y suelta una carcajada que aturde.
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