jueves, 25 de mayo de 2017

Cosa de chinos

Me encanta recorrer supermercados chinos y perderme entre las góndolas para comparar los precios de los vinos y ver cual tienen en oferta. Como acá en Buenos Aires hay casi uno por cuadra, me divierto entrando a uno y otro para hacer este estudio de mercado que es una especie de pasatiempo para mí. También miro otros productos, no solo vinos, me gusta ir a la fiambrería y leer la lista de precios de los embutidos y preguntarme cuán difícil debe ser para ellos nuestro alfabeto, al tiempo que en la lista leo jamón grudo, pastón, lomitón. Puede que sea problema de tipeo también, por qué no; pero tantos errores juntos me suena a otra cosa.

Cuando encuentro un Sant Felicien en oferta, recuerdo aquel mito urbano que sostiene que los chinos compran los vinos a piratas del asfalto. Y ahí está el riesgo, concluyo: vino de contrabando, barato y con riesgo de estar picado, combinación segura. Mientras camino entre góndolas repletas de productos desordenados, me río de los carteles que dicen que los vinos no tienen cambio una vez abiertos. Y entonces pienso en la bronca y las puteadas de alguien que arruina un asado porque el Don Valentín estaba rancio; o una cena romántica con un Rutini avinagrado. A mí me pasó un par de veces eso de comprar un vino bueno, barato y que esté picado; pero la estadística debe ser alta, por eso los chinos se atajan de antemano.

Los nombres que les ponen sus dueños a estos comercios también me despiertan curiosidad; vaya uno a saber por qué elijen esos nombres. A la vuelta de casa hay uno que se llama Amigo; por supuesto para nosotros, su dueño se llama Amigo. Ahora hace dos meses que no está porque se fue a China a ver a sus padres. Cuando vamos con mi sobrina, Amigo la saluda cariñosamente y ella le responde con una sonrisa, “Hola amigo”. Otros supermercados tienen nombres curiosos, algunos en castellano, otros en inglés: Amor, Amistad, For you, Nuevos rumbos; Mi tierra. Sobre avenida Chorroarín, cerca de Los Incas, hay uno que me impresionó, se llama Terrícola. Cada vez que paso por la puerta, su fondo se ve muy oscuro. Lo atienden dos orientales lánguidos, como salidos de un mundo extraño. La última vez que iba a pasar por la puerta, me crucé de vereda. Había una época en que iba seguido al que está frente a la casa de mamá porque tenía en precio el vino Fabre & Montmayour que es uno de mis preferidos. Ese no tiene nombre.

Otra cosa que me llama la atención son los distintos humores de los comerciantes: los hay amables, simpáticos, que se ponen a conversar en perfecto castellano; los hay hoscos, parcos, que te dan el vuelto después de rascarse la oreja con la uña larga del dedo meñique. Supongo que esta diferencia en los caracteres tiene que ver con su procedencia, no sé, es una conjetura. China tienen más de 9 millones de kilómetros, más de tres veces la Argentina y entre un chino del Himalaya y un cantonés hay un abismo; mucho más que entre un cordobés que cuenta chistes y un porteño de la city malhumorado porque bajan las acciones. El otro asunto es que sean verdaderamente de China, porque para nosotros, todos los orientales, sean vietnamitas o Coreanos, son chinos.


Cada vez que voy a comprar algo a lo de Amigo, en la puerta hay una tele prendida, sin volumen con algún programa infantil que mira sonriente el hijo más chico (Amigo tiene dos niños). Otras veces, con las primeras sombras de la noche, suena a todo volumen música pop china. Es ahí cuando los travestis que viven en el hotel de enfrente, sobre Aráoz, salen a hacer sus compras: algo rápido para cenar, algún vino o cerveza o algo más fuerte para entonar antes de salir de gira. Amigo saca a relucir su picardía porteña recién adquirida y los chicanea: “te pusiste mucho perfume, los vas a ahogar a los muchachos”. Entonces Yenny, una de las más veteranas le dice sin pelos en la lengua “callate, vos lo decís de celoso”. Amigo le da el vuelto y suelta una carcajada que aturde.

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